Había una vez un rico y un pobre. Cada empresa que el rico realizaba, le resultaba muy beneficiosa, y la suerte le era tan favorable, que tenía más que suficiente; sí, tenía demasiado para sí mismo. Pero él no era ni arrogante, ni avaro, sino que proveía de su abundancia a los demás.
Por el contrario, para el pobre todo eran fracasos; permanecía pobre cada vez más hundido en la miseria. Pensaba que la Desgracia había sido la madrina de su bautizo y le había maldecido. Por ello se volvió amargado, codicioso y envidioso.
Un día le llamó el rico al pobre y le dijo: Amigo, ve a la casa dorada de la Suerte y dile que ya tengo más que suficiente y que no necesito ya de sus regalos. Por este recado te quiero dar diez piezas de oro.
En vez de alegrarse por este inesperado servicio, del que mucho necesitaba, se sintió el pobre codicioso y replicó: Eh Señor, el camino hasta la Suerte es muy largo y sobre todo difícil de encontrar, especialmente para mí, que tantas veces lo he buscado en vano. A ti, se te presenta en verdad muy fácil pues la Suerte siempre ha viajado a tu lado. ¿Por eso has de darme mínimo 20 piezas de oro!
El rico estuvo conforme, a pesar del asombro que le causo la desvergüenza del pobre. Éste se dispuso a ir, pero al llegar a la puerta se volvió y dijo que 20 piezas de oro le parecía aún poco.
¡Ahora iras solo por nueve monedas!, dijo el rico, ¡pues ahora no te ofrezco más!
¿Cómo?, gritó el pobre, ¡Esto es una broma pesada! ¿No quiero ir por veinte y me ofreces nueve?
Bien entonces lo olvidamos, dijo el rico.
Esto hablandó al pobre, que se había alejado testarudamente. Así que se volvió y se ofreció a ir por nueve
Pero ahora solo te daré seis, dijo el rico firme, pero tranquilo.
Menudo robo, por seis no iría nunca, gritó el pobre y se alejó aún más obcecado.
Pero apenas había salido de la casa, pensó en lo bien que le habrían venido esas seis monedas de oro. Así que regresó mucho más humilde y se ofreció a ir por seis.
Quieres decir por tres, pues ya no te ofrezco más, respondió el rico.
¿Cómo que tres? ¡Con eso no pagas ni los zapatos que desgastaré en el camino! ¡Por tres míseras piezas no voy!
Salió lleno de cólera, pero de camino entró en razón y se dio cuenta de la inesperada suerte que suponían esas tres monedas. Así que dio la vuelta y se ofreció a ir por tres.
Pero ya no hablamos de tres: te doy una y es mi última palabra, dijo el rico.
Bien, pues que sea una, gritó el pobre, y echo a correr tanto como pudo, para que el rico no cambiara de parecer.
Tras muchas penas y fatigas, por tierra y por mar, pudo encontrar el pobre al fin el desconocido camino que llevaba a la dorada casa de La Suerte. Deslumbrado por su resplandor, tocó a su dorada puerta. Entonces apareció La Suerte y le preguntó qué era lo que buscaba. Cuando le comunicó el mensaje que llevaba del rico, respondió la Suerte:
Dile al rico que seguiré colmándole con mis regalos, porque cree en mí. ¡Tú sin embargo márchate!
Cuando el pobre suplicó que le sonriera la Suerte una sola vez, le señaló la casa de su vecina, la Desgracia, que habitaba una derruida cabaña detrás de la casa dorada. A ese lugar pertenecían los hombres que, como él, pensaban que cargaban con una maldición sobre ellos. El pobre quiso ver a la Desgracia que era causante de su destino, y se introdujo sigilosamente en la cabaña, en la que la Desgracia dormía. Entonces rompió en maldiciones, hasta que la Desgracia despertó y le preguntó qué era lo que quería.
Devolverte tu maldición, gritó el pobre.
Despacio, despacio, respondió la Desgracia. ¿Acaso no acabas de ganar una pieza de oro, porque yo estaba durmiendo? ¡Pues eso no volverá a sucederte, ya que me acabas de despertar!